domingo, 26 de octubre de 2014

LECTURA RECOMENDADA

La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada.

Para entender el realismo mágico, la inclusión de lo real maravilloso en la vida cotidiana, la novedad y la frescura de una literatura tan distinta a lo que por esos años -década de los 60, 70- se hacía en España, podemos disfrutar de esta colección de cuentos al que el último da título y del que ofrecemos un fragmento a continuación. Increíbles sorpresas encontraremos también en los seis cuentos restantes. Ánimo, y acercaos a ellos con una mentalidad abierta y dispuestos a vivir una experiencia distinta.

            Eréndira estaba bañando a la abuela cuando empezó el viento de su desgracia. La enorme mansión de argamasa lunar, extraviada en la soledad del desierto, se estremeció hasta los estribos con la primera embestida. Pero Eréndira y la abuela estaban hechas a los riesgos de aquella naturaleza desatinada y apenas se notaron el calibre del viento en el baño adornado de pavos reales repetidos y mosaicos pueriles de termas romanas.
            La abuela, desnuna y grande, parecía una hermosa ballena blanca en la alberca de mármol. La nieta había cumplido apenas los catorce años, y era lánguida y de huesos tiernos, y demasiado mansa para su edad. Con una parsimonia que tenía algo de rigor sagrado, le hacía abluciones a la abuela con un agua en la que había hervido plantas depurativas y hojas de buen olor, y éstas se quedaban pegadas en las espaldas suculentas, en los cabellos metálicos y sueltos, en el hombro potente tatuado sin piedad con un escarnio de marineros.
            -Anoche soñé que estaba esperando una carta -dijo la abuela,
            Eréndira, que nunca hablaba si no era por motivos ineludibles, preguntó:
            -¿Qué día era en el sueño?
            -Jueves.

            -Entonces era una carta con malas noticias -dijo Eréndira- pero no llegará nunca.

Gabriel García Márquez

miércoles, 15 de octubre de 2014

LECTURA RECOMENDADA

William Golding, El señor de las moscas    

     El mundo en guerra, un accidente aéreo, una isla desierta, unos niños forzados a convivir y a crear las relaciones de su propia sociedad ¿Puede considerarse a la educación como la red  que limita la violencia natural del ser humano o puede llegar a ser su desencadenante? Emotiva y estremecedora. Un final impactante para una novela que remueve interiormente.

   

      El movimiento se hizo rítmico al perder el cántico su superficial animación original y empezar a latir como un pulso firme. Roger abandonó su papel para convertirse en cazador, dejando ocioso el centro del circo. Algunos de los pequeños formaron su propio círculo, y los círculos complementarios giraron una y otra vez, como si aquella repetición trajese la salvación consigo. Era el aliento y el latido de un solo organismo.

           El oscuro cielo se vio rasgado por una flecha azul y blanca. Un instante después el estallido caía sobre ellos como el golpe de un látigo gigantesco.

El cántico se elevó en tono de agonía.

-¡Mata a la fiera! ¡Córtale el cuello! ¡Derrama su sangre!

Surgió entonces del terror un nuevo deseo, denso, urgente, ciego.

-¡Mata a la fiera! ¡Córtale el cuello! ¡Derrama su sangre!

lunes, 13 de octubre de 2014

LECTURA RECOMENDADA

La familia de Pascual Duarte  (Fragmento, cap. 1)

A nadie dejará indiferente esta novela que inaugura la corriente del tremendismo en una España desolada por la guerra, en un ambiente de miseria rural y con personajes turbadores como Pascual Duarte. Interesante también, en cuanto a técnica narrativa, de "relato o diario encontrado"



[...] Sin embargo, la pesca siempre me pareció pasatiempo poco de hombres, y las más de las veces dedicaba mis ocios a la caza; en el pueblo me dieron fama de no hacerlo mal del todo y, modestia aparte, he de decir con sinceridad que no iba descaminado quien me la dio. Tenía una perrilla perdiguera —la Chispa—, medio ruin, medio bravía, pero que se entendía muy bien conmigo; con ella me iba muchas mañanas hasta la Charca, a legua y media del pueblo hacia la raya de Portugal, y nunca nos volvíamos de vacío para casa. Al volver, la perra se me adelantaba y me esperaba siempre junto al cruce; había allí una piedra redonda y achatada como una silla baja, de la que guardo tan grato recuerdo como de cualquier persona; mejor, seguramente, que el que guardo de muchas de ellas. Era ancha y algo hundida y cuando me sentaba se me escurría un poco el trasero (con perdón) y quedaba tan acomodado que sentía tener que dejarla; me pasaba largo rato sentado sobre la piedra del cruce, silbando, con la escopeta entre las piernas, mirando lo que había de verse, fumando pitillos. La perrilla se sentaba enfrente de mí, sobre sus dos patas de atrás, y me miraba, con la cabeza ladeada, con sus dos ojillos castaños muy despiertos; yo le hablaba y ella, como si quisiese entenderme mejor, levantaba un poco las orejas; cuando me callaba aprovechaba para dar unas carreras detrás de los saltamontes, o simplemente para cambiar de postura. Cuando me marchaba, siempre, sin saber por qué, había de volver la cabeza hacia la piedra, como para despedirme, y hubo un día que debió parecerme tan triste por mi marcha, que no tuve más suerte que volver sobre mis pasos a sentarme de nuevo. La perra volvió a echarse frente a mí y volvió a mirarme; ahora me doy cuenta de que tenía la mirada de los confesores, escrutadora y fría, como dicen que es la de los linces… un temblor recorrió todo mi cuerpo; parecía como una corriente que forzaba por salirme por los brazos, el pitillo se me había apagado; la escopeta, de un solo caño, se dejaba acariciar, lentamente, entre mis piernas. La perra seguía mirándome fija, como si no me hubiera visto nunca, como si fuese a culparme de algo de un momento a otro, y su mirada me calentaba la sangre de las venas de tal manera que se veía llegar el momento en que tuviese que entregarme; hacía calor, un calor espantoso, y mis ojos se entornaban dominados por el mirar, como un clavo, del animal.
Cogí la escopeta y disparé; volví a cargar y volví a disparar. La perra tenía una sangre oscura y pegajosa que se extendía poco a poco por la tierra.


GARCILASO  Soneto XIII

A Dafne ya los brazos le crecían
y en luengos ramos vueltos se mostraban;
en verdes hojas vi que se tornaban
los cabellos que el oro escurecían;

de áspera corteza se cubrían
los tiernos miembros que aun bullendo estaban;
los blancos pies en tierra hincaban
y en torcidas raíces se volvían.

Aquel que fue la causa de tal daño,
a fuerza de llorar, crecer hacía
este árbol, que con lágrimas regaba.

¡Oh miserable estado, oh mal tamaño,
que con llorarla crezca cada día
la causa y la razón por que lloraba!